Aunque era diferente cada año, en general se trataba de una experiencia estrujante que podía comenzar sin aviso. Cuando tenía once años, durante uno de estos retiros en el desierto de Coahuila, uno de los sacerdotes nos despertó a media noche —a mí y a un par de compañeros— para dar un paseo por el desierto. Caminábamos en silencio entre mezquites y polvo cuando, entre los ruidos de la noche distinguimos una respiración adolorida que no parecía humana. Alguno de nosotros preguntó qué podía ser, pero el padre no respondió. En la oscuridad, el resuello le imprimía a la situación una potente dosis de violencia. Conforme avanzamos fue posible vislumbrar que las quejas provenían de un becerro herido: la sangre le empapaba las patas, manchaba la tierra. Una nube de moscas se apiñaba sobre el animal. Por fin, el sacerdote habló: nos pidió que imagináramos que en lugar de un becerro estábamos frente a un conocido que hubiera sido golpeado, escupido, torturado. Imaginen que es su papá, alguno de sus hermanos, sugirió. Cuando teníamos bien conformada la visión, nos pidió que lo rematáramos. Acercándome una piedra, el padre me ordenó se la arrojara. Me negué en silencio, impresionado por los ruidos del becerro, por su mirada cuajada de espanto. Mis compañeros también se negaron. ¿Si no lo hacen con un animal, por qué lo hacen entre ustedes, porqué lo hacen con él?, preguntó el religioso mientras tomaba un crucifijo de madera.
He olvidado muchas de las experiencias que viví durante aquellos años de niñez y adolescencia, pero esa noche jamás se borrará de mis recuerdos. Y no se borrará porque todo estaba dispuesto para ello, pues ese es el fin de la composición de lugar: inducir un estado que permita tomar por asalto la memoria.
Aunque durante mucho tiempo creí que aquella era una estrategia exclusiva de los jesuitas, con el tiempo me he dado cuenta de que no es así: por diferentes razones, y en muy distintos ámbitos, me he topado una y otra vez con prácticas que pretenden lo mismo que los ancianos religiosos: propiciar el recuerdo. Cuando elegimos el destino para un viaje, cuando preparamos la comida o la música para una reunión, cuando escogemos la indumentaria para una boda, de algún modo estamos llevando a cabo una composición de lugar. Disponiendo el sitio, nos preparamos a nosotros mismos para experiencias que aspiramos a calificar como inolvidables. No obstante, ignoramos qué momento, cuál comentario, cuál imagen quedará grabada en nuestra memoria como un estímulo encadenado para siempre al hecho, tal como aquel panecillo remojado en té catapultaba a Proust a una escena de su infancia. Porque más que reproducir, la memoria inventa. Recategoriza. Reorganiza. “La memoria de un hombre no es una suma, es un desorden de posibilidades indefinidas”, escribió Borges. De allí que jamás coincidan del todo los recuerdos de quienes atestiguaron un hecho común. Del mismo fenómeno cada quien guarda su propia experiencia. Este misterio cotidiano es una de las claves que motivan la obra –acaso la vida– de Federico Campbell.
En la medida que lo fue para Luigi Pirandello, para Proust o para Leonardo Sciascia, la memoria es el centro en la obra de Federico Campbell. Aunque sus libros tocan una constelación de temas muy amplia –el padre, la justicia, el poder, la identidad– es imposible hablar de estos tópicos sin hablar de la memoria. No en vano tres de sus títulos más emblemáticos son Padre y memoria, La memoria de Sciascia, La ficción de la memoria.
En varios niveles, sus libros funcionan con la dinámica de la composición de lugar: el nivel más evidente se debe al ejercicio que el escritor hace al construir obras de ficción. Como en la dinámica jesuita, es preciso disponer un escenario. A partir de sitios conocidos, Federico Campbell construye un andamiaje que refuerza lo que quiere contar: nos describe un desierto habitado por cactus y extraños conejos rojos que saltan de pronto a la orilla de la carretera. Una casa abandonada donde los hermanos han de contrastar sus memorias de la infancia. Una vieja iglesia convertida en cuartel de operaciones del aparato de inteligencia gubernamental. Sólo hasta que consigue el entorno deseado, empuja a los personajes a interactuar.
En Transpeninsular ese espacio es la Península de Baja California. Resulta interesante el contrapunto entre las dos líneas que construyen esta novela. Esteban emprende un viaje por la península para olvidarse del periodismo, mientras Fernando Jordán la recorre para iniciarse en él. Esteban viaja de sur a norte, Jordán al revés. Pero ambos lo hacen convencidos de que sólo en el desierto hallarán lo que buscan. Cito los párrafos que cierran el capítulo 8: Me bastaría con la composición de algunas imágenes, ciertas características del terreno, colores, una luz allá en la lejanía espejeante de las cordilleras, y sobre todo el mar solitario (…) para fijar mejor la atención, sin interferencia de nadie ni intercambio de palabras con persona alguna.
Esa composición de lugar me hacía mentalmente, como los soldados de San Ignacio de Loyola, mientras esperaba en el transbordador de Mazatlán tomándome una cerveza (…) pensaba también que en algún tramo del camino del tiempo había cometido un error de navegación sentimental y que una oscura fuerza me hacía volver a casa, a la tierra, como un pasajero sonámbulo que a los cincuenta años cae de pronto en el vértigo pasajero de la circularidad.
Para forjar un recuerdo no sólo se requiere un sitio físico: también es preciso disponer las ideas en un orden que propicie el efecto deseado. Eso hermana a los escritores con los músicos, pues ambos ejercen su oficio combinando sonidos y silencios: la frase necesaria en el momento justo detona en el lector determinada pregunta o conclusión. Campbell lo sabe. Sea en sus libros o en su columna semanal La hora del lobo, combina sonidos y silencios invitándonos a entrar en el ritmo mental del otro, a debatir con él, a calzarnos los zapatos ajenos para hacer más amplio el lugar donde vivimos. Para hacerlo utiliza las herramientas de la retórica: “si de algo sirve la literatura es de herramienta para establecer conexiones, organizar los pensamientos y las ideas. No tiene otro propósito”, señala en La memoria de Sciascia.